‘Ley Zaldívar’: López Obrador somete a la justicia
La extensión del mandato del presidente de la Suprema Corte supone quebrar la separación de poderes. Debería Zaldívar reflexionar si le merece la pena permanecer bajo sospecha de ser un apéndice presidencial. O si su tarea acaba donde empezó: siendo un servidor de la justicia
La separación de poderes es el fundamento del sistema democrático. Las interferencias de cualquier signo a este principio afectan a la estabilidad de un país y traen consecuencias negativas a largo plazo. El empeño de Andrés Manuel López Obrador en extender dos años el mandato del presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Arturo Zaldívar, para que se mantenga hasta el fin de su sexenio y pueda cumplir con su agenda política supone una quiebra en toda regla de este equilibrio básico y una burla a la convivencia democrática.
Respetar los perímetros asignados por la Constitución a cada poder debería ser la primera obligación de un jefe de Estado. Pero no ha sido el caso. La reforma aprobada este viernes pasado, cuyo artículo clave emergió por sorpresa y de la mano de un partido satélite, ha desfilado por el Congreso como una demostración de fuerza de la infantería presidencial. Poco le ha importado al mandatario y al mismo responsable de la más alta instancia judicial la escandalosa imagen de contubernio que ofrece o, aún más grave, que la extensión de mandato entre en flagrante contradicción con el mismo texto constitucional, que establece taxativamente un periodo improrrogable de cuatro años, frente a los seis de los que ahora gozará Zaldívar.
Nada de ello ha impedido que se imponga un cambio legislativo cuyo principal objetivo es ejecutar en la vertiente judicial el proyecto político de López Obrador. Él mismo lo ha reconocido sin pudor alguno al señalar públicamente que necesita la reforma porque “no se va a tener otra oportunidad así” y porque “quien llegue luego va a ser más de lo mismo”. Unas palabras que revelan en toda su crudeza el concepto instrumental y ancilar del Poder Judicial que tiene el presidente y que le ha llevado en los últimos años, bajo el argumento de la lucha contra la corrupción, a desarrollar una guerra soterrada para lograr su sumisión.
No es algo nuevo en el horizonte mexicano. La narrativa presidencial suele elevar su agenda política al rango de proyecto histórico trascendental ante el que todos, incluidos medios independientes o jueces garantistas, han de someterse si no quieren ser vapuleados por el mismo jefe del Estado. Una práctica muy alejada de los usos de la normalidad democrática, que parten de la asunción de que, por muy loables que sean sus objetivos, ninguna política es perfecta y de que siempre hay otras voces que tienen algo que aportar. Esta aceptación de la falibilidad propia (y de su superación por la vía de diálogo) es uno de los mejores conjuros contra las tendencias autoritarias que cíclicamente azotan las democracias latinoamericanas.
Tampoco sale mejor librado Zaldívar. Primer presidente de la Suprema Corte que desde 1994 no procede de la carrera judicial, ha logrado enlodar en pocos días su trayectoria como ministro progresista. Su complaciente silencio durante la tramitación de este punto de la reforma, cuya génesis aseguró desconocer pese a ser el principal beneficiario, y su palaciega respuesta tras la aprobación parlamentaria le han situado donde sus críticos decían que estaba desde el principio: a los pies del presidente.
Debería Zaldívar reflexionar si le merece la pena permanecer esos dos años más en el poder bajo la sospecha permanente de que es un mero apéndice presidencial. O si su tarea, más bien, acaba donde empezó: siendo un servidor de la justicia y la separación de poderes. Pisotear el texto constitucional y envenenar la confianza en la Suprema Corte y sus sentencias son precios demasiado altos a pagar. El Poder Judicial no se lo merece y, desde luego, tampoco México.
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